MEXICANOS DE BRONCE
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EL RANCHO

11/3/2016

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Dos hombres macizos y requemados por el Sol empujan un chirriante carro de metal, que a su paso va formando una estela de hombres que lo siguen con determinación marcial. El puntero de la comitiva es un hombre pequeño, de voz ronca y profunda, que grita todo tipo de consignas a los cuatro vientos para abrirse paso en los serpenteantes caminos del Oriente. Como si se tratara de un convoy presidencial, esta caravana atraviesa cada punto de revisión en el penal sin el menor obstáculo; las credenciales de su jerarquía están ahí, a la vista de todos. Basta un cruce de miradas entre los custodios y los hombres que empujan la nave para que cadenas y candados se desaten como un moño. Muchos internos no participan en este peculiar ritual, sin embargo, la gran mayoría acoge este desfile con gran fulgor y alegría, a veces tan desbordada que llegan a los golpes y mentadas de madre, pues esta versión desvencijada de camioneta de la Pan Americana transporta la única mercancía realmente vital para el hombre: el rancho.

Los rancheros son una clase especial entre la población penitenciaria, hombres que gozan del poder que da el hambre y que saben hacer uso de él, pues en El Oriente pocas cosas tienen la misma capacidad de metamorfosis que una doble porción de rancho; aquí, una mezcla dudosa de pedacería de pollo y huevo sumergida en salsa verde puede convertirse en un toque, en una llamada telefónica, en el zurcido de un pantalón, o hasta en un servicio personalizado de lavandería. Aunque el rancho no es para todos ­­­­–y se rumora que si así fuera sería insuficiente–, nadie se extrae de dicho espectáculo culinario; apenas salen los humeantes peroles de la cocina para hacer su kilométrica pasarela, y viejos envases de yogurt y crema escapan de costales multiusos en la búsqueda de algo que le dé sentido a su reciclaje. Primero la tropa, los erizos, los que no tienen comisión, aquellos que viven la indigencia entre cuatro muros; después los que no recibieron visita en la semana, los que se quedaron sin dinero pagando la última lista, aquellos que están ahorrando para traerle serenata a la jefa el 10 de mayo; por último, las excepciones, los que dejan el plato a medias solo para no desfallecer de hambre, los que jugando con la comida comprueban que el guiso trae cartílago y que las verdolagas están pasadas. El arte de la improvisación resurge con fuerza e ingenio, algunos combinan el rancho con la comida que les llevaron el día anterior y mantienen el apetito saboreándose un flan de la calle que tienen en la hielera, otros disimulan los sabores friendo dos veces la comida con bastante aceite y salsa picante. 
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Rocky me sirve un plato generoso, complementado con media docena de tortillas. A Javi –que no pierde la oportunidad de advertir sobre su dieta vegetariana– le sirven uno más generoso que el mío, también con media docena de tortillas. Mucho mejor de lo que imaginé. Una Coca-Cola de tres litros corona la mesa y al fondo se escuchan Los Tlapala ensayando los clásicos de José Alfredo.

Author

Julio Fernández Talamantes, director de Mexicanos de Bronce.

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