Son las seis de la tarde del domingo. Los muros blancos del Oriente se han convertido ya en una valla que solo los más obstinados rayos de Sol logran brincar. Las madres dan la bendición a sus hijos, sus hijos hacen cuentas con sus esposas, sus esposas apuran a los niños, los niños no se quieren bajar de los hombros de sus padres, y sus padres, con nostalgia y la boca seca, les explican que deben irse. Un coro de voces roncas anuncia que la visita ha terminado.
Al fondo del primer patio que separa a los presos de los libres, un vaso de unicel pende de una larga maraña de trapos y agujetas desde un pasillo elevado que conduce a los dormitorios. El vaso, cual marioneta deshilachada que vive sus últimas funciones, bailotea entre las mujeres que se enfilan para su salida, haciendo sonar unas cuantas monedas que lleva en su interior. Como hacen los buenos titiriteros, en este extraño número de carpa la mano detrás del vaso tampoco revela su rostro; el pasillo elevado cumple cabalmente las tareas de Paso de gato.
Este acto, como otras cosas muy particulares que suceden en El Oriente, pasa inadvertido para la gran mayoría. Las mujeres acosadas por la singular marioneta la esquivan como a una mosca más, y el zumbido de las monedas no logra despertarlas del ensueño que las hipnotiza cuando están por atravesar los túneles que las separan de sus hombres; sin embargo, esta especie de pesca y teatro es solo para los más pacientes, o mejor dicho, para los más necesitados, los más erizos.
El dueño de la cuerda de trapo es consciente de que el estanque es muy grande y que su carnada no es para todos los peces. Pasarán varias mujeres hasta que aparezca la indicada. Ha llegado, parece de sesenta aunque es muy probable que no llegue a los cincuenta. Es baja de estatura, de extremidades anchas, y en cada brazo lleva colgando una bolsa de plástico con los toppers de la comida. Toparse de frente con el péndulo de unicel implica una contingencia ciertamente complicada. Valiéndose de sus últimas reservas de fuerza física acomoda las bolsas en el piso, lentamente saca el monedero que lleva escondido debajo de la blusa y cuenta las monedas que aún le quedan. Después de un leve suspiro deposita en el vaso la anhelada moneda y un caramelo. Con gran esfuerzo recoge las bolsas y continúa con la fila. El titiritero siente la respuesta a su carnada y grita: “¡Gracias, jefa!”. Ella se limita a contonear la cabeza del mismo modo que la cadera y sigue con su tambaleante paso. El erizo lo ha conseguido una vez más. Tal vez la moneda acabe en la renta de un teléfono para checar el feis, en pagar la lista, en una torta, o en una mona. La jefa no lo sabe y quizá no se lo pregunta, solo está segura de que necesita comprar otra bolsa de caramelos.
Al fondo del primer patio que separa a los presos de los libres, un vaso de unicel pende de una larga maraña de trapos y agujetas desde un pasillo elevado que conduce a los dormitorios. El vaso, cual marioneta deshilachada que vive sus últimas funciones, bailotea entre las mujeres que se enfilan para su salida, haciendo sonar unas cuantas monedas que lleva en su interior. Como hacen los buenos titiriteros, en este extraño número de carpa la mano detrás del vaso tampoco revela su rostro; el pasillo elevado cumple cabalmente las tareas de Paso de gato.
Este acto, como otras cosas muy particulares que suceden en El Oriente, pasa inadvertido para la gran mayoría. Las mujeres acosadas por la singular marioneta la esquivan como a una mosca más, y el zumbido de las monedas no logra despertarlas del ensueño que las hipnotiza cuando están por atravesar los túneles que las separan de sus hombres; sin embargo, esta especie de pesca y teatro es solo para los más pacientes, o mejor dicho, para los más necesitados, los más erizos.
El dueño de la cuerda de trapo es consciente de que el estanque es muy grande y que su carnada no es para todos los peces. Pasarán varias mujeres hasta que aparezca la indicada. Ha llegado, parece de sesenta aunque es muy probable que no llegue a los cincuenta. Es baja de estatura, de extremidades anchas, y en cada brazo lleva colgando una bolsa de plástico con los toppers de la comida. Toparse de frente con el péndulo de unicel implica una contingencia ciertamente complicada. Valiéndose de sus últimas reservas de fuerza física acomoda las bolsas en el piso, lentamente saca el monedero que lleva escondido debajo de la blusa y cuenta las monedas que aún le quedan. Después de un leve suspiro deposita en el vaso la anhelada moneda y un caramelo. Con gran esfuerzo recoge las bolsas y continúa con la fila. El titiritero siente la respuesta a su carnada y grita: “¡Gracias, jefa!”. Ella se limita a contonear la cabeza del mismo modo que la cadera y sigue con su tambaleante paso. El erizo lo ha conseguido una vez más. Tal vez la moneda acabe en la renta de un teléfono para checar el feis, en pagar la lista, en una torta, o en una mona. La jefa no lo sabe y quizá no se lo pregunta, solo está segura de que necesita comprar otra bolsa de caramelos.
Author
Julio Fernández Talamantes, director de Mexicanos de Bronce.